Aquí os dejo un relato que escribí mezclando unas cuantas ideas sueltas que tenía, una para un personaje y otra para un argumento. Con eso, y con una referencia a la primera estrofa de Rap vs Racismo, se pueden hacer relatos. Además, mi novia dice que es de sus favoritos, así que automáticamente es de mis favoritos también.

Hacía rato que había anochecido. La carretera era un desierto oscuro un martes por la noche en el que muy pocos coches manchaban la noche con rayos de luz. Era una luz que lo dejaba todo perdido, pues rebotaba en las señales, en los quitamiedos y en los carteles de publicidad, para ir a parar a lugares que no deberían ser iluminados. De vez en cuando aparecía una gasolinera o un restaurante, o los dos a la vez, en el horizonte, para recordarte que seguías dentro de una civilización, que seguías formando parte del monstruo.
En el silencio que reinaba en aquel paisaje nocturno, todavía había almas que buscaban sentirse libres mientras pudiesen. Algunas solo lo hacían con una respiración pesada, provocada por el cansancio, o encendiendo una radio tranquila, que hablase de cosas que pudieses ignorar fácilmente mientras conducías pensando en tus cosas. La libertad no era muy atrevida en la oscuridad.
Un alma en concreto se salía de toda norma.
—Aquí está, sí señor, aquí llegó Mario César, MC MC, el improvisador del asfalto, la séptima marcha, la rueda de la música, el escupe parabrisas. —Se detuvo en el momento exacto en el que la voz repetía la cuña de publicidad y cogió aire para continuar en la parte musical—. Llego y te adelanto por la izquierda, por la derecha es ilegal, tu coche es una mierda y mi camión es brutal. Yo no reparto comida, reparto lo que me toque, si toca comida, pues toca comida, pero si no toca comida… ¡Mierda! Ya me he liado.
Aporreó el claxon un par de veces, enfadado. No había ni un coche en su radio de visión, ni por delante ni por detrás. Se hizo la típica pregunta: ¿Si todo el claxon y nadie lo oye, de verdad está sonando mi claxon? Pues claro que sí, pensó. Había pasado la ITV hacía dos semanas, habían revisado hasta la última función de su camión y estaba todo en orden. Incluso su claxon. Tenía un papel con validez legal que podía usar en un juicio al respecto como prueba A. La prueba B es que él mismo podía escucharlo.
Pero el abogado del demandante era bueno, había traído a un psicólogo que había estudiado en una universidad, luego en otra, después en una tercera para volver a dar clases en la primera y fundar después una consulta propia. Aquel tipo dijo que podía ser que su cerebro, condicionado por tantas veces de haber tocado el claxon, fuese el que produjese el sonido en su propia mente. La mente está en un plano físico diferente al que se encontraba el juicio, por lo que su prueba B quedaba descartada.
Mario maldijo a Freud, a Wundt y a Skinner. Y al psiquiatra que una vez le recetó ansiolíticos cuando su problema podría tratarse en unas cuantas sesiones de terapia, más todavía. Si los psicólogos son seres despreciables, los psiquiatras son demonios encapuchados con recetas médicas.
Aquel tipo de divagaciones mantenían a Mario medianamente cuerdo durante su jornada laboral. Más bien lo mantenían despierto. Lo que más miedo le daba de trabajar de noche era quedarse dormido al volante y no llegar a tiempo a su entrega. No había pensado en lo de que podía resultar peligroso; en algunas cosas su cerebro prefería no profundizar. Digamos que su cerebro era un tipo selectivo, de los que apartaban el pepinillo a un lado antes de comerse la hamburguesa. Mario tenía suerte de tener a alguien así dentro de su cabeza.
Otro anuncio de publicidad.
—Si canto sin que nadie me oiga, canto para mí y para mi novia. Todavía no la tengo descargada, pero pronto será hasta mi tono de llamada. Ser camionero no es sexy que digamos, por-eso-rapeo para ser el pu…
—Compramos tu coche, compramos tu coche, compramos tu coche, punto net.
—Lo sé, sé que compráis mi coche.
Suspiró. Aquella noche no estaba consiguiendo encajar bien las rimas. No conseguía fluir con la música de los anuncios publicitarios como solía hacer. Era en aquellos momentos cuando prefería optar por el silencio. El silencio era un ritmo al que temía, pues lo dejaba totalmente solo en la improvisación. Apagó la radio.
No se oía nada, aparte de su respiración y la respiración de su camión. Mario no veía a su camión como un ser vivo, sus delirios no habían llegado a tanto, todavía, pero sí que veía en él actos propios de un ser viviente. La manera en que su boca y su culo eran lo mismo le estremecía, pues lo cargaba y lo descargaba por el mismo sitio. Como si su función fuese comer, no hacer nada con la comida y vomitar.
Mario hizo el gesto de vomitar con la cara para ver lo que sentía su camión y se encontró con una señal de área de descanso. En su cabeza, el psicólogo que antes lo había acusado de presentar pruebas falsas en un juicio por un condicionamiento cerebral, volvió a hacer aparición para usar el mismo argumento en un juicio diferente: se estaba meando. Vaya que si lo estaba haciendo.
Tomó la salida, paró el camión a un lado para no molestar a nadie y se bajó a cumplir su misión detrás de un arbusto. De noche. Por si alguien le veía un píxel de carne. El psicólogo quiso volver a hacer aparición, pero recibió una paliza por parte de unas cuantas neuronas cansadas del mismo recurso cerebral para explicar cualquier cosa. Hay cosas que son porque sí, y ya.
Como el pequeño escalofrío que sintió Mario mientras el chorro de orina golpeaba el suelo en un lugar bien alejado de sus zapatos, para no salpicarse.
—¿Ya? —se preguntó en voz alta.
Y es que esa sensación de alivio acompañada de un estremecimiento al terminar de echarlo todo, generalmente, venía al terminar de echarlo todo. Notaba algo distinto en su cabeza. Aquella noche todos sus pensamientos parecían ir sobre su cabeza, su cerebro y su mente. ¿Debería empezar la carrera de psicología? No, le gustaba conducir. Prefería conducir y escucharse a sí mismo que no conducir y escuchar a los demás.
Se la sacudió un par de veces, la devolvió a su sitio y se encaminó de vuelta a su vehículo. Arrancó, metió primera y se dispuso a continuar su camino. Tres minutos de descanso eran algo normal, a partir de cuatro minutos ya era vicio y vaguería. O eso decía su jefe.
Mientras volvía a entrar en la autopista notó que algo le rozaba la cabeza por el lado que daba al copiloto. Dio un manotazo en esa dirección sin siquiera girarse, como para espantar al insecto que se hubiese colado en su cabina. No le gustaba matar a ningún insecto, no tenían la culpa de ser insectos, ni de haberse colado en su cabina, ni siquiera de ser tan pesados. A él con que lo dejasen conducir tranquilo le valía. Conduce y deja conducir, esa era su máxima.
Volvió a notar el roce de algo en su cabeza, esta vez más fuerte.
—Malditas moscas nocturnas —exclamó Mario.
Dio otro manotazo, esta vez más fuerte, en esa dirección. Su mano chocó contra algo metálico, lo que le hizo pensar que una de dos; o las moscas habían mutado a seres gigantes metálicos o alguien le estaba apuntando con un arma.
Se giró un momento hacia el asiento del copiloto esperando encontrar a un ladrón, a un asesino o a las dos a la vez. Lo que no esperaba encontrarse era con un extraterrestre.
—¡La leche! La conquista ha empezado, pero, ¿por qué conmigo?
—Casualidad, supongo. Manos arriba.
—Tío, si levanto las manos nos estrellamos.
El extraterrestre pareció pensarlo un poco. El extraterrestre pareció que por primera vez reparó en algo que no fuese Mario, pues miró alrededor como si aparecer de forma súbita hubiese sido el modo de llegar al asiento del copiloto de su camión. Asintió levemente con la cabeza.
—Tienes razón —admitió el extraterrestre, pero sin bajar el arma—, retiro lo dicho. Nuevo plan: llévame ante tu líder.
—Amigo, ¿podrías ser un alienígena menos cliché?
—¿A qué te refieres?
Mario soltó un montoncito de aire por la boca a la vez que levantaba los brazos y los hombros de forma exagerada, pero sin separar las manos del volante.
—Eres un bicho azul con antenas, vas desnudo, tienes una pistola rosa que tiene pinta de que más que dejarme un agujero en el cerebro lo que haría sería desintegrarme al instante y ahora me pides que te lleve ante mi líder —hizo una pausa para coger aire—. Eres un alienígena de película, de película mala o antigua. Solo te ha faltado abducirme con un platillo volante.
—Tienes razón, perdona. —El extraterrestre guardó el arma, para sorpresa de Mario, que por cada palabra que había soltado por la boca se le había encogido más todavía el corazón—. No se me da bien eso de viajar por el espacio, y mucho menos lo de improvisar. Lo intento, pero al final acabo tirando de tópicos y frases recicladas.
—¡A mí me pasa lo mismo! Soy, bueno —se lo pensó un momento antes de decirlo—, quiero ser cantante. No tengo tiempo para escribir letras, así que practico yo solo mientras conduzco e improviso mis rimas. No veas si es complicado.
Estuvieron un rato más hablando sobre la música, las dificultades del lenguaje y sus múltiples posibles aplicaciones. Aquel extraterrestre era un tipo agradable, pensó Mario. La primera impresión no debe ser la que cuente y menos cuando se trata de encuentros interplanetarios. Decidió que aquel extraterrestre iba a ser su amigo y que dentro de unos años, mientras tomaban algo en alguna luna de Júpiter, se reirían recordando su primer y aparatoso encuentro.
—Por cierto, lo de llevarme ante tu líder sigue en pie.
—¿En serio?
—Sí, es por un tema práctico. Al final necesitaré hablar con quien maneje el cotarro, si no, ¿para qué he venido hasta este planeta?
—¿A hacer turismo? —sugirió Mario.
Volvió a sumirse en un silencio pensativo para procesar la pregunta de Mario. Parecía ser que el camionero, sin darse cuenta, ponía patas arriba el lógico y ordenado cerebro del extraterrestre.
—Podría ser, pero no. Uno no viaja millones de años luz para hacer turismo, para eso tenemos simuladores. Mi misión es otra.
—¿Cuál? —preguntó Mario.
El extraterrestre no concebía que Mario, que podía considerarse el último mono de su especie, hiciese preguntas sobre cuestiones como esa.
—El primer paso es llevarme ante tu líder, luego podrás ver el resto.
Lejos de verlo como una derrota, Mario se lo tomó como una oportunidad.
—Vale, pero a cambio quiero que escuches alguna de mis canciones durante el viaje. Y tienes que ser mi amigo.
—Supongo que no me queda otra opción. —El extraterrestre se encogió de hombros.
Mario subió el volumen de la radio, se aclaró la garganta, dio un giro para nada legal en medio de la autopista y se dispuso a cantar.
Claro, que, solo se dispuso. No llegó a hacer lo que iba después.
Era la primera vez que cantaba para un público tan grande, los nervios le podían. Le caían goterones de sudor por la frente, puso el aire acondicionado, estornudó varias veces, bajó las ventanillas, puso la calefacción, luego subió las ventanillas, seguía sudando…
—Tío, no estés nervioso —dijo el ser de otro planeta—. Llevo mucho tiempo sin escuchar nada de música, seguro que hagas lo que hagas será bueno.
—¿En tu planeta también tenéis música?
—Pues claro, va incluida con la civilización.
A lo mejor, conocer un poco mejor a su público, igual que él se conocía a sí mismo a la perfección, le permitiría saber un poco por dónde tirar cuando arrancase a cantar. Más información siempre significa mejores rimas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mario al extraterrestre.
Otro breve silencio.
—Tu cuerpo no está preparado para pronunciar mi nombre. Llámame Tot.
—Qué nombre más raro.
—Es en lo que he venido.
Mario alzó las cejas. Se imaginó que el extraterrestre, Tot, tenía un camión gigante aparcado en la órbita del planeta, con el cual se dedicaba a ir por la galaxia repartiendo mercancía, igual que hacía él.
No podía estar más equivocado.
—¿Has venido en un Tot?
—Sí.
—¿Y ese qué modelo de camión es?
—¿Eh? No, no es algo ni remotamente parecido a un camión. Es una molécula de información.
Aunque el cerebro de Mario estuviese acostumbrado a llegar a conclusiones parecidas a «molécula de información«, después de que dicha afirmación rebotase entre sus neuronas, pues ninguna quería ser la que almacenase dicho concepto, se vio obligado a preguntar que a qué demonios se refería con aquello.
—¿A qué demonios te refieres con eso?
—Ves, por esto no me gusta hablar con gente común y corriente. Ahora te voy a explicar todo, no te vas a enterar ni de la mitad y luego se lo tendré que explicar otra vez a tu líder. Es una pérdida de tiempo para los dos.
—Vale, vale. Lo entiendo. Eres un extraterrestre muy ocupado y yo solo soy un camionero que rapea cuando nadie lo ve. Estamos a millones de años luz de distancia, como bien has dicho antes. Soy una mierda cósmica que no puede entender lo que es un Tot.
Mario estaba a punto de echarse a llorar delante de un extraterrestre desnudo. Al pensarlo se dio cuenta de que, si estaba desnudo, ¿dónde se había guardado el arma?
—No quería decir eso… A ver, creo que te lo puedo resumir bastante bien. La información, como bien sabréis a estas alturas, es otro estado más de la materia, ¿verdad?
Mario no sabía de qué narices le estaba hablando.
—Por supuesto, lo sabe hasta un perro.
—Nosotros aprendimos a, de alguna forma, copiarnos a nosotros mismos, en lo que llamamos un Tot; una molécula de información que si la dotas de energía, puede viajar por el universo hasta dar con una mente consciente que pueda asimilarla. Mi Tot fue a parar a tu cerebro, por lo que toda mi información fue pegada en él, como si me conocieses a la perfección. Así puedes verme, oírme, olerme… En definitiva: notar mi existencia. ¿Entiendes por dónde voy?
El cerebro de Mario quiso hacer algo para no explotar y decidió resumir aquel mensaje de alguna forma.
—Me habéis metido un pendrive en el cerebro contigo dentro, ¿no?
Tot asintió levemente.
—Sí, podría decirse así.
—Entonces, si no me equivoco, mi jefe no podrá verte ni oírte ni nada. Él no tiene ningún pendrive en el cerebro. Dudo siquiera que tenga cerebro.
El extraterrestre, no familiarizado con las costumbres lingüísticas de la Tierra, no sospechó nada cuando Mario se dirigió a su líder como su jefe.
—Al igual que puedes modificar un sólido a tu antojo, también puedes hacerlo con la información. Tenemos nuestros trucos. Cuando veamos a tu líder, con que le digas mi nombre, podrá sentirme al instante.
—¿Los cerebros tienen Bluetooth?
Mario cogió la salida que iba hacia la nave de su empresa.
—Si se lo instalas, sí. —Tot había decidido continuar con aquella metáfora computacional. Simplificaba mucho las cosas.
—Entiendo. Somos jodidos robots orgánicos, pero con un software desactualizado. ¡Ya lo entiendo! ¿Eres un informático galáctico que ha venido a actualizarnos el sistema operativo?
Tot se arrugó la frente azul con los dedos, también azules.
—Eso es. Eso es exactamente lo que he venido a hacer.
—Espero que no nos cobres mucho, con la inflación y eso, estamos jodidos últimamente.
—Tranquilo, la primera vez es gratis.
La idea de tener un sistema operativo que actualizar le dio a Mario un impulso más potente que beberse tres bebidas energéticas de golpe. Recorrió las calles del polígono industrial como si fuese un circuito y lo que condujese no era un camión limitado a noventa, sino un coche de carreras que podía dar las curvas pegado a los edificios. Así se llevó unas cuantas señales, farolas y maceteros.
Tenía un amigo. Tenía un amigo que no solo era extraterrestre, además era un informático galáctico que no cobraba el primer servicio. Definitivamente la primera impresión no era la que debía contar. Seguro que lo de la pistola era cosa de sus superiores azules. Él mismo sabía lo que era tener un jefe medio tonto. En breve iba a poder comprobarlo.
Mario vio que la puerta de la nave estaba subida, pero no del todo. Iba emocionado, con la emoción que aporta tener a un extraterrestre a tu lado, así que subestimó sus posibilidades de pasar intacto. Destrozó la parte de arriba de su preciado camión y abolló la puerta. Frenó justo antes de estrellarse contra una estantería llena de cajas. En su cabeza había sido una entrada triunfal y un aparcamiento perfecto.
En la cabeza de su jefe, que era una cabeza que llevaba veintiséis horas seguidas despierta, una cantidad ingente de cafeína circulando por su sangre y una paciencia al límite, aquello fue digno de salir de su despacho dando voces. Como mínimo.
—Me cago en todo lo cagable, ¡Mario! ¿Se puede saber qué haces? Has fumado porros, ¿has fumado porros, verdad? Lo sabía, no tenía que contratar a un tío que lleva gorra por la noche.
—¿Eh? —Mario se bajó del camión de un salto, seguido de su nuevo amigo galáctico—. Tranquilo, Jujo, todo bien tío. —Mario era ese tipo de empleado que llamaba a su jefe «tío«. Depende de lo amistoso que estuviese su jefe, podía tomárselo mejor o peor.
En ese momento era uno de esos que peor que mejor.
—Tendrías que estar repartiendo, ¿por qué no estás repartiendo?
—Tengo que presentarte a mi amigo azul.
Su amigo, Tot, empezaba a dudar de que aquel fuese el líder que buscaba. Pero nunca se sabía con civilizaciones inferiores.
—¿Te sigue la policía? —le preguntó su jefe.
—¡Qué va! Sabes que conduzco perfecto, tío.
Su jefe miró hacia el techo de su camión, Mario lo siguió con la mirada.
—Salvo ese detalle.
—Me cago en…
—Este es Tot. —Se giró hacia Tot—. Viene de muy lejos para cambiarnos el sistema operativo.
Delante de los ojos de Jujo apareció un extraterrestre desnudo, armado con una pistola rosa.
—¡La hostia! ¿El efecto de los porros es contagioso?
—No he fumado nada, y tú tampoco, tío. Esto es información, tío.
Tot se aclaró la garganta, dispuesto a hablar, por fin, con una persona importante de la Tierra.
—Por fin puedo hablar con usted. Vuestra civilización está anticuada, y por lo que veo, no merece la pena salvaros. Voy a exterminar a vuestra especie, excepto a Mario, a quien utilizaré como receptor para que llegue el resto de mi gente. ¿Tienes algo que objetar?
Jujo se giró hacia su empleado.
—Mario, ya hemos hablado de esto, no puedes recoger a cualquier chalado que veas haciendo autoestop. Las drogas no solo le han dejado azul, también le han frito el cerebro.
Mario estaba en otro planeta. Mario estaba disfrutando de la escena como un niño. Su nuevo amigo tenía que exterminar a la humanidad para sus movidas informáticas e iba a dejarlo vivir a él. Eso no pasa todos los días.
Poco a poco una emoción que le resultaba familiar iba creciendo en su interior. Solo necesitaba un poco más de tiempo para que terminara de hacerle efecto del todo.
—Mira, chalado azul con antenas. —Su jefe volvió a girarse hacia el extraterrestre—. Llevo más de veinticuatro horas despierto, mi mujer no me habla porque trabajo mucho, no entiende que si trabajase menos, tampoco podría hablarme porque nos hubiésemos muerto de hambre. Esta noche tengo a decenas de inútiles como este que tienes al lado recorriendo el país y tengo que supervisar que todo está bien. Y de momento, he perdido un cargamento y la parte de arriba de un camión. Si quieres robar algo, coge lo que quieras y mándame un email con lo que te hayas llevado.
Tot decidió que, ya que aquel tipo se había desahogado con él, él haría lo mismo.
—Mira, líder de una especie de monos pelados, mi civilización colapsó hace miles de millones de años y llevamos todo ese tiempo vagando por el espacio metidos en partículas incómodas que contienen toda nuestra información. ¿Te crees que por no haber dormido unas horas me vas a dar pena? Hemos destruido planetas por capricho y podemos volver a hacerlo. De hecho, lo haremos. Así que olvídate de tu pequeña empresa de cargamentos. Mario, ¿seguro que este es el líder de tu especie?
Cuando Mario escuchó su nombre, sintió que era llamado al escenario. Era su momento: tenía que cantar. Tenía el público perfecto, había creado la atmósfera perfecta y era la noche de su vida. Hizo como que cogía un micrófono y empezó a gesticular con las manos.
—Aquí está, sí señor, aquí llegó Mario César, MC MC, el improvisador del asfalto, el portador de marcianos, el mono galáctico, el último de su especie. -Hizo como que tosía-. El subidón de estar aquí todos unidos, se pierde un poco cuando piensas en el motivo, todos distintos con su especie y su civilización, pero es Hip Tot, y tenemos que vivir todos unidos*.
Tot y su jefe escucharon a Mario improvisar una canción de diez minutos acerca de cómo podían convivir todos juntos, de cómo era la vida en la carretera y de su odio por un abogado imaginario. Cuando Mario terminó, tiró al suelo su micro imaginario, cruzó los brazos, sudoroso, y dejó que su público hablara.
El extraterrestre y su jefe hicieron las paces, conmovidos por la canción de Mario. ¿Por qué destruir a toda una especie, pudiendo vivir todos juntos? Se dieron los tres un abrazo y fueron felices para siempre, todos juntos.
O eso fue lo que sucedió en la mente de Mario. Cuando salió de su ensoñación, su jefe, y todos los trabajadores de su empresa, estaban muertos en el suelo. Tot le tenía atado a un poste, había cogido su camión y se dirigía a cumplir su propósito.
Mario solo pudo reírse de la situación.
—Típico de Tot —dijo mientras se meaba encima.
(26/07/2022)
*Letra original de El Chojin, de Rap VS Racismo. La mente de Mario pensó que aquella canción era apropiada en aquel momento y decidió hacer una pequeña versión de la misma.
Todo lo que haces me suele gustar bastante pero es que este relato me ha encantado muchísimo.
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Este está guapo realmente
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