Os dejo por aquí un relato que he presentado a varias convocatorias y en ninguna ha colado, pero que a mí me gusta. Vamos, como suele pasar. ¡Espero que a vosotros os guste!

La empresa de construcción PiCat se había expandido por todo el mundo en pocos meses. No estaba muy lejos de ser igual que una cadena de comida rápida, pero no llegaba a ser lo mismo. Podríamos decir que estaba lo más cerca posible sin llegar a tocarse en ningún momento. PiCat había crecido de forma silenciosa, moviéndose rápidamente por todas las ciudades, pueblos y lugares donde hubiese que construir o reformar cosas. Parecían no solo estar en todas partes, sino también escuchar en todas partes, pues allí donde alguien decía algo como:
—Creo que voy a hacer una piscina en el patio.
—Necesito cambiar el baño.
—El suelo de la entrada no me gusta, hay que cambiarlo.
Y otras cosas por estilo.
Cuando alguien pronunciaba frases así, a las pocas horas recibía en el buzón publicidad de PiCat, en la que casualmente se mostraba la parte de su catálogo referente a lo que hubiese mencionado. Porque en PiCat sabían hacer de todo al menor coste. Si pusieses a todos sus clientes en una sala, todos estarían de acuerdo en tres cosas: que en PiCat eran rápidos, eficientes y baratos. Si continuasen hablando durante un rato más, en algún momento alguien diría una frase parecida a esta:
—Algo así no puede ser de este mundo.
Y aunque dicha afirmación sería tomada como una inocente exageración que todos los presentes entenderían que era solo eso, una exageración y no un hecho probado, mucho menos probable.
Pero resultaba ser totalmente cierto.
La empresa de construcción PiCat, con trabajadores, camiones y material de construcción repartidos por todo el mundo, era una empresa alienígena, con sede en la órbita terrestre.
Uno de los alienígenas que trabajaba en PiCat se llamaba Pop Sop. Un tipo trabajador, obediente y muy eficaz, como el resto de los millones de alienígenas que trabajaban en PiCat. La media estaba muy alta; para un alienígena capaz de viajar entre planetas, incluso galaxias, el nivel que había en la construcción intraplanetaria de la Tierra en aquel momento era el equivalente a lo que haría un niño alienígena de tres años con sus juguetes. Y los juguetes estaban empezando a adelantarse.
Mantenían las jornadas de ocho horas típicas de la Tierra, para que no se notara nada, así que lo que hacían era ir muy despacio, al menos desde su punto de vista. Trabajaban a una velocidad tan baja, que cuando uno de ellos iba al baño y sus ojos se volvían a acostumbrar a la velocidad normal de la realidad, al regresar se encontraba con una película a cámara lenta. Ni el humano más rápido podría compararse con un alienígena que se pusiese serio. Tal vez algún albañil experimentado pudiese seguirles el ritmo durante unos segundos, pero quedaría tan cansado que tendría que pasar el resto de la semana en la cama, si suponemos que el intento fuese un lunes a primera hora.
Pop Sop, como el resto de sus compañeros, tenía mucho espacio mental para pensar mientras trabajaba. Algunos aprovechaban para imaginarse en lugares mejores, otros cantaban canciones en su cabeza para sí mismos, incluso había quien llegaba a imaginarse a sí mismo trabajando e imaginaba que ese yo volvía a imaginarse y así hasta no poder más. El récord lo tenía Hab Lab, con trescientos cuarenta y tres niveles de imaginación. Después de aquello tuvieron que ingresarlo de urgencia, pues no sabía distinguir su imaginación de la realidad.
Nadie sabía lo que pasaba por la cabeza de Pop. Si lo hubiesen sabido, seguramente estaría ingresado con Hab. Y él no quería estar ingresado con Hab, eso significaría no poder hablar tranquilo con Michael French. Michael French era el nombre de un pequeño muñeco que Pop se había comprado un día en una juguetería de la Tierra. En realidad, le había tocado en un sobrecito sorpresa de una colección, pero ese detalle era secundario.
El día que Pop abrió aquel sobrecito se encontró con un alienígena en miniatura: con la cara negra, vestido con un traje rojo y un casco verde coronado con una escoba de barrer, armado con una pistola láser. Pop se preguntaba si así se imaginaban en la Tierra a los habitantes de otros planetas, pero sin llegar a juzgarlos, porque él antes de llegar nunca se hubiese imaginado que los humanos fuesen… Ya sabéis, como sean.
—Hola, Pop —le había dicho el muñeco nada más terminar de montarlo. Porque, sí, Pop había tenido que montar su muñeco, llevándose el trabajo a casa. Lo que más le costó fue saber dónde iba el manual de instrucciones. Pero, espera, Pop, este muñeco te acaba de saludar, pensó mientras se comía el papelito.
Y a partir de ahí, todo es historia. Se hicieron mejores amigos para siempre. Pop le contaba todo lo que le ocurría a su pequeño amigo Michael French y este le respondía con total naturalidad. Aunque, naturalmente, no le contestaba de verdad. Estaba todo en la cabeza de Pop. Por eso, aunque llevase su muñeco en el bolsillo, oculto de miradas indiscretas, seguía pudiendo comunicarse con él.
—Hoy hace un calor de cojones —dijo Michael French en la cabeza de Pop.
—No te quejes tanto, que tú no lo tienes pegándote en el cogote —contestó Pop mentalmente.
—Eso es verdad —admitió el muñeco—. Pero siento tu sudor en mis engranajes. Joder, podríais trabajar por la noche o algo. ¿Sabéis que los humanos descansan en verano?
En PiCat el concepto vacaciones era como para una gallina poder volar: si se hubiese intentado al principio tal vez se hubiese conseguido algo, pero nadie hizo el esfuerzo. Así que trabajaban durante todo el año sin descanso. Aquel verano era especialmente caluroso, con más olas de calor que clima normal. Aquello era un tsunami de calor. No era el tiempo ideal para estar haciendo hormigoneras.
Uno de los oficiales de obra se acercó a Pop por detrás y este no lo escuchó llegar, para él hablar con Michael French era como llevar auriculares puestos.
—Eh, chaval —le dijo. Pop se sobresaltó—. No te asustes, chaval.
—Si te vuelve a llamar chaval le meto mi pistola de juguete por el culo —dijo Michael French.
Pop se rio de la ocurrencia de su amigo y su oficial se lo tomó como algo personal. Se le deformó la cara como si fuese plastilina, una plastilina morada y enfadada, y tardó unos segundos en abrir la boca, no fuese a desencajársele del resto de su cara.
—¿Te estás riendo de mí, chaval?
—No, no, señor —dijo Pop, recomponiendo su propia cara—. Perdone, es que me he acordado de un chiste.
Su jefe lo miró de arriba a abajo.
—¿Qué chiste?
A Pop no se le ocurrió ninguno en aquel momento y Michael French tampoco acudió a su defensa, cosa que a Pop le extrañó un poco. A Michael French le encantaba hacer chistes sobre los demás.
Su jefe se cansó de esperar.
—Muy bien. Vacilillas a mí no, chaval, no. Súbete a la nave principal a dar de comer a los gatos, por listo.
—Señor, pero…
—¡Vamos o te quedas allí un mes viviendo entre bolas de pelo y pienso húmedo!
Sin decir una palabra más, Pop se fue a meterse directo en una cápsula de alunizaje. Dar de comer a los gatos era un castigo soportable durante un día, pero un mes podía resultar mortal. Eran muchos gatos, por no decir demasiados. Por lo que no se les daba de comer uno a uno, eso sería una locura. Tenías que echarles de comer a todos a la vez en un cuenco gigante y asegurarte de que todos se alimentaban correctamente. Todo normal, en principio. Hasta que comprendías que aquel trabajo conllevaba un riesgo.
El riesgo de tener que acariciar a todos los gatos que te lo pidiesen.
Por eso nadie quería hacerlo y se usaba como castigo. Acariciar a un gato era agradable, a los diez se te hacía entretenido, a los mil empezaban los calambres. En echarles el pienso en el cuenco tardabas cinco minutos, solo era darle a un botón y una máquina vertía por un tubo toda la comida. La misión principal era estar presente y asegurarse de que comían. Luego ellos te intentaban convencer de que los acariciaras. Estarías horas, tal vez días, acariciando a todos los gatos que vivían en la nave del dueño de PiCat. Hasta que se te cayesen los brazos y tuvieses que seguir con la nariz.
—Menudo bobo te ha tocado de jefe —comentó Michael French mientras subían a la nave principal.
—Ha sido mi culpa, tenía que haber improvisado un chiste.
—No eres un tipo gracioso, no pasa nada.
Pop asintió con la cabeza. Era verdad, no destacaba por su sentido del humor. Michael French, en cambio, tenía puntos graciosísimos. Una vez Pop casi se meó de la risa en la obra con un comentario que hizo sobre un compañero suyo. Sin ir más lejos, acababan de castigarlo por algo parecido. No le importaba el castigo, con tal de poder hablar con su amigo, le daba igual en qué trabajar.
La nave principal estaba ubicada detrás de la Luna y se movía con ella, para que ninguna mirada indiscreta la viese. Que si algo les gustaba a los humanos era mirar por telescopios. Ya hasta el más tonto podía comprarse uno por Internet y ponerse a mirar al cielo. La nave también destacaba por ser inmensa, casi del tamaño de un país mediano. Había servido para traer a todos los trabajadores desde el planeta de Pop y ahora era un refugio gatuno.
Pop no solía subir mucho por allí; habían pasado seis meses desde la última vez y fue por el mismo motivo que ahora.
Por eso no recordaba bien dónde estaba la sala gatuna. Sabía que estaba cerca del despacho del dueño de PiCat, el cual tenía un gato como mascota propia y lo mandaba a comer con los demás para que socializara un poco. Era un gato naranja que se distinguía del resto porque era el único que llevaba collar; uno negro del que colgaba un cascabel.
Recorrieron los largos pasillos de la nave a tientas durante un buen rato. Las paredes estaban tan limpias que Pop se vio reflejado en ellas y se confundió con un humano. Vestía como uno, trabajaba como uno y andaba como uno. Tenía que fijarse mucho para reconocerse alienígena. Tal vez por eso los humanos no se habían dado cuenta de su condición; había que saber en qué fijarse para distinguirlo.
Pop siguió andando y dio un giro que juraría haber hecho ya. Al rato volvió a pasarle lo mismo con un cartel.
—Reconoce que te has perdido —dijo Michael French. Pop negó con la cabeza—. Ya hemos pasado por aquí antes.
El alienígena, que fuera de la Tierra se podía considerar alguien normal, se frenó en seco. Su pequeño amigo tenía razón.
—Mierda, juraría que sabía el camino.
—¿Se te ha ocurrido preguntar a alguien?
—Buena idea —admitió Pop.
Menos mal que tenía a Michael French, pensó. Si no su vida, aparte de más aburrida, sería más difícil.
Buscó a alguien que estuviese por allí que le pudiese ayudar a encontrar la sala gatuna. La hora de comer se acercaba con rapidez, lo notaba en sus propias tripas.
Se topó con una puerta que parecía ser de algún despacho importante. Era una buena puerta, firme y con cerradura de identificación ocular. Solo quien trabajase allí podía abrirla.
Aunque la tecnología avance hay cosas que no cambian nunca. Por muchos aparatitos y mucha parafernalia alrededor de una puerta que haya, no hay nada más eficaz que golpear con los nudillos un par de veces y esperar una respuesta. Así lo hizo Pop.
—Pasa —dijo una voz desde dentro.
La puerta se abrió sola, revelando el despacho del dueño de la empresa. Sabía que era él porque había visto su foto muchas veces en los sacos de cemento, herramientas y uniformes que usaban. En ese mismo momento llevaba unos calzoncillos con su cara impresa en la etiqueta. Era el típico alienígena con bigote.
Pop, en un acto de humanidad, pensó que nunca había visto un alienígena con bigote.
—Aibá, el pez más gordo del estanque —dijo Michael French.
Pop se puso tieso como una de las vigas de acero que utilizaban en la obra. Balbuceó un saludo, pero no se le entendió ni una palabra.
—¿Cómo dices? Anda, no te pongas nervioso, que no muerdo. Aunque Mani sí. —Señaló a su gato, que dormía en una cama morada como un alienígena en un rincón de la sala. Pop asintió, incómodo. Pasó intentando no hacer ningún ruido que despertara al animal—. ¡Que no, hombre, que no! Mani es el gato más cariñoso del mundo.
—Y el más gordo también —dijo su muñeco.
Se le escapó una risita, y para no volver a ser castigado, la disimuló como pudo.
—Sí, señor. Es adorable.
Se quedó embobado mirando al gato. Sí que estaba gordo, sí. Ocupaba toda la cama, por lo que tenía que dejar las patas colgando por fuera y la cabeza apoyada en la pared. Parecía un dibujo animado.
—¿Qué querías, amigo? —su jefe lo sacó de su ensoñación.
—Ah, sí. Eso. ¿Dónde está la sala gatuna?
El hombre lo miró con extrañeza.
—Es la puerta de al lado, ¿es la primera vez que subes castigado? —señaló hacia la derecha.
—Pues haberlo dicho antes, bobo —dijo Michael French, adelantándose a la tímida respuesta que iba a dar Pop.
—No lo insultes, que es el dueño de la empresa.
—Como si es el dueño de mi culo.
—Ese soy yo.
—Pues otro bobo.
—¡Eh!
—¿Va todo bien? —preguntó su jefe, viéndolo hablar para sí mismo en voz baja.
Pop volvió a enderezarse.
—Claro. —Intentó improvisar algo gracioso, para demostrar que podía serlo—. Estaba pensando en que en esta nave hay gato encerrado, ¿no es cierto?
No hubo risas por parte de su reducido público. Pop, humorista inexperto, procedió a cometer un error de principiante: explicó su propio chiste.
—Como tenemos tantos gatos… Es un dicho de la Tierra… Como si todo fuese parte de algún plan…
El señor alzó su bigote, como si Pop hubiese dicho la tontería más grande posible.
—Nuestro único plan como empresa es ganar dinero, amigo.
—Tiene razón, señor.
De repente soltó una carcajada. Era la primera vez que se sentía gracioso.
—¡Ahora lo pillo! Ha sido bueno, lo admito. —Levantó las manos por encima de la cabeza. No había sido gracioso, Pop lo sabía, aquel señor solo estaba siendo amable. Lo veía en sus ojos, y en su bigote—. La razón real por la que tenemos tantos gatos es porque me gustan. En la Tierra hay gente a la que se ve que no tanto, por eso los abandonan. —Arrugó el bigote, enfadado—. Nosotros los rescatamos, los lavamos y les damos un hogar para que puedan vivir felices.
—Eso es bonito, señor —admitió Pop.
—El primer gato que salvamos es Mani. Por eso le tengo tanto cariño.
—Y tanta comida —susurró Michael French.
Se quedaron un momento en silencio.
—Bueno, voy a darles de comer —dijo por fin Pop.
—Genial, buen trabajo. Una cosa, ¿podrías cambiarle la arena a Mani antes? Tengo mucho trabajo, ya sabes… —Se puso a teclear en un ordenador apagado.
—Lo sé, no se preocupe.
El cajón de arena estaba al lado contrario del despacho en el que descansaba el gato. Pop sacó dos bolsas de basura de un rollo que había en la estantería y cortó una por la mitad. Serviría para cubrir el arenero por debajo, aparte de para que no se manchara, también para luego poder recogerlo mejor. Se preguntó por qué sabía tanto sobre cambiarle la arena a un gato. Reunió las cuatro esquinas de la bolsa que ya reposaba en el arenero y les hizo un nudo, luego metió todo en la bolsa que le quedaba libre. Puso la que había cortado por la mitad y fue a por el saco de arena que reposaba al lado de una estantería.
Aquel saco le resultó familiar. Demasiado, de hecho. Un escalofrío recorrió su espalda morada.
—Señor, este es un saco de arena de obra.
—¿Eh? No, no. Es un saco de arena de gato, te lo aseguro.
Pop procesó sus palabras antes de coger el saco. Estaba seguro de que aquel saco era el mismo que había usado cientos de veces para la mezcla del cemento. Una pequeña posibilidad vio la luz en su mente.
—¿Estamos haciendo edificios con arena para gatos, señor?
—No, claro que no. —Pop no pudo evitar mirarlo a los ojos, inseguro. Su bigote vibró levemente—. Vale, sí. La verdad es que sí. ¡Me has pillado! Pero funciona igual de bien que la normal, no pasa nada. Es que al adoptar a Mani quise comprar arena para una buena temporada y así no tener que estar bajando a la Tierra a comprar y bueno… Se me fue de las manos. Yo pensaba que los sacos de arena eran del tamaño de los de la foto, pero resulta que había que mirar el peso. Y luego en atención al cliente no me hacían caso…
Para cualquiera que no haya salido de la Tierra, aquel alienígena podría resultar estúpido, pero la confusión era plausible. En el planeta del que venían, las pantallas eran holográficas y te mostraban los productos a tamaño real. Había sido una confusión interplanetaria. Como cuando subieron la temperatura global para ahorrarse calefacción, provocando un desastre medioambiental imparable. En su planeta lo hacían todas las semanas.
—Eso es… Entendible, señor. —Fue a abrir el saco con el dorso de su pala, pero se dio cuenta de que no tenía pala. Tuvo que abrirlo como si fuese una bolsa de patatas fritas gigante y vertió un poco en el arenero.
—Este tío está zumbado —dijo Michael French desde su bolsillo.
—Lo sé, pero es el que nos paga el sueldo —contestó Pop mentalmente.
—Ahí tienes razón.
Pop se despidió de su jefe y se fue a la puerta de al lado. Esta fue mucho más fácil de abrir: bastó con empujarla. La habitación, tal vez demasiado grande para ser considerada una simple habitación, era un paraíso para cualquiera que fuese un gato. El suelo era de moqueta, para que se pudiesen tumbar en él con toda comodidad, aunque, de todas formas, también tenían camas por todas partes. Igual que areneros, rascadores, montañas para escalar, juguetes colgantes, túneles por los que pasar… Parecía como si hubiesen desempaquetado un almacén lleno de artículos para gatos y lo hubiesen dispuesto de una forma ordenada pero con aspecto caótico. Antes que de que te lo preguntes, sí, había sido así.
Ah, bueno, y claro: había gatos por todas partes interactuando con el entorno. Miraron a Pop un segundo, aunque solo fuese para poder ignorarlo.
—Menos mal que no soy alérgico a los gatos —exclamó Michael French.
—Ni yo.
Anduvieron unos minutos hasta llegar al centro de la sala en el que se encontraba el gran cuenco de comida. Encima del mismo estaba el dispensador que se activaba dándole a un botón. Pop seguía pensando sobre lo ocurrido en el despacho y una idea se estaba formando en su cabeza.
Una idea posiblemente graciosa.
Comprobó su reloj y activó el dispensador justo a tiempo. Un gran chorro de comida empezó a caer en el cuenco y el sonido del choque entre el pienso y el metal quedó eclipsado por el mar de gatos que se acercaba. Sabían que era hora de comer. Eran miles y estaban hambrientos. El agudo oído de Pop llegó a distinguir un pequeño cascabel entre los pasos y los maullidos.
Se pusieron a comer como animales. Miles de gatos reunidos en un cuenco gigante comían pienso de primera calidad. Los que comían primero lo hacían hasta llenarse y se marchaban, dejando hueco para los siguientes, proceso que se repitió varias veces. Llegó un punto en el que el pienso que quedaba estaba al fondo del cuenco y los gatos se habían metido directamente en él.
—Comen como animales —dijo Michael French, sin saber que ya lo había dicho yo antes.
—Lo son —contestó Pop.
—El dueño de una empresa multimillonaria es el loco de los gatos también. —Michael French estaba sembrado aquel día—. Esto lo cuento por ahí y nadie me cree.
—¿A quién ibas a contárselo?
—Pues a un montón de gente. Conozco a muchas muñecas.
—Si no fueses tú mismo un muñeco, eso hubiese sonado regular.
—Mierda, esa era mi intención.
Pop se aseguró de que ningún gato se quedaba con hambre. Mani fue de los últimos en comer, y no por debilidad, parecía más bien por pereza. Como si hubiese dejado que el resto se pelease por comer los primeros, cuando en realidad, había comida de sobra para todos. Así que cuando quedaban pocos gatos comiendo, Mani se acercó con tranquilidad a comer. Pese a su tamaño, se movía con una agilidad asombrosa.
Imaginó a aquel gato moviéndose por una ciudad de verdad y… La idea que se había estado gestando en su cabeza nació de súbito. Su primera idea graciosa. Una broma que haría reír al mundo entero. Y su jefe estaría obligado a reírse también y la plastilina de su cara se deformaría hasta algo parecido a una sonrisa. Pop estaba emocionado.
—Michael, ¿crees que…?
—Te estoy leyendo la mente, y sí, podría funcionar. —El muñeco se rio y Pop pensó que era la primera vez que lo hacía reír—. Vaya que si podría, sería la hostia.
—Tendremos que planearlo todo con calma en casa, ver todas las posibilidades y reunir a un equipo.
—O podríamos hacerlo ahora mismo.
—Pues también es verdad.
La sala gatuna era a su vez una nave en miniatura que formaba parte de la nave principal. Cuando se viaja con una nave tan grande, es normal que esta pueda dividirse en naves más pequeñas, incluso las más pequeñas pueden dividirse en otras diminutas. La parte de Pop que se había amoldado a la cultura humana pensó que eso era muy parecido al funcionamiento de una muñeca rosa. O risa o rusa, su parte humana tampoco era una parte muy culta.
Buscó la sala de control mientras iba acariciando los gatos que se le ponían por el camino. Así nadie sospecharía de él, pensarían que estaba dando un paseo para que no se le acumularan los consumidores de caricias. Michael French hacía comentarios ofensivos sobre cada uno de los gatos que tocaba Pop para entretenerse. Aquel muñeco tenía buena imaginación cuando se trataba de meterse con alguien.
Encontró la sala detrás de una montaña para gatos del tamaño de un edificio pequeño. Se coló entre los estantes y los rascadores y cerró la puerta por dentro. A partir de allí tenía que ser silencioso, nadie podía…
Su teléfono empezó a cantar una canción humana.
—A ver si te cambias ya de melodía.
Pop ignoró a Michael French. Habían discutido muchas veces sobre la calidad de la música de aquel planeta. Descolgó el teléfono, aunque todavía no sabía bien de dónde, porque en realidad descolgar significaba darle a un botón verde.
—Sí, diga.
—¿Dónde estás, chaval?
—¿Quién eres?
—¡Soy tu jefe! Tu turno todavía no ha acabado, baja aquí ahora mismo, que la masa no se va a hacer sola. Y tampoco la voy a hacer yo, chaval.
Pop comprobó la hora, y en efecto, todavía le quedaban un par de horas hasta el fin de jornada.
—He tenido una idea muy graciosa, señor. ¿Podría dejarme hoy…?
—Gracioso va a ser cuando te dé una patada en el culo.
No necesitó que dijese más para entenderlo.
—Ahora mismo voy, señor. —Colgó antes de que lo volviese a llamar chaval. No le gustaba que lo llamasen así.
Se quedó parado en el sitio.
—Es una idea graciosa, ¿verdad?
—Pues claro —contestó Michael French—, no hagas caso al viejo morado que tienes por jefe.
Pop soltó una risita. Era morado, literalmente.
—Vamos a hacer reír al mundo —Pop no supo muy bien si aquella frase la dijo él o su pequeño amigo Michael French.
Arrancó la nave gatuna y se fue directo a la Tierra, saltándose todas las llamadas amenazadoras que recibía de la nave principal. Cogió un momento el auricular y lo único entre risas que dijo fue:
—Voy a dar un paseo pfffjajaja, con los gatos, que les tiene que dar el aire pfffjajajajajaja.
Michael French también se reía. Pop entendió que ellos eran su único público real, los demás no importaban. Estaba siendo una persona graciosa y eso le hacía feliz. Así que pisó el acelerador a fondo y fue directo hacia la obra en la que trabajaba. Aparcó en la calle de enfrente. Llevaba una nave gigante, así que se subió un poco a la acera. No le importó, es más, también le hizo gracia. A su favor diremos que en aquel momento Pop consideraba que todo lo que pasaba se le había ocurrido a él y formaba parte de su broma. Pobrecillo, ¿a quién no le gusta ser gracioso?
La primera parte de una buena broma es disimular, por lo que Pop acudió a su puesto de trabajo como si no hubiese pasado nada. Era consciente de que no tenía mucho tiempo, alguien llegaría pronto para llevarse la nave de vuelta.
Mientras cogía sacos de cemento y los echaba en una carretilla, pensó que aquel lugar era perfecto para su plan. El barrio entero lo habían construido ellos; era una zona nueva de chalets adosados. Y el resto de la ciudad también tenía reformas hechas por PiCat. A Pop se le cayó un saco de cemento en el pie porque le dio un ataque de risa solo de imaginarse lo que iba a ocurrir.
Su oficial, que ya le tenía el ojo puesto de antes, vio el incidente y fue directo hacia él.
—Última oportunidad, chaval. Si no te mando de vuelta a nuestro planeta y allí te dedicarás a picar asteroides.
Pop lo miró a los ojos. Vio furia en ellos, pero también vio plastilina. No pudo evitar reírse más fuerte.
—Muy bien, estás oficialmente despedido.
Aquel fue el segundo momento más gracioso de la vida de Pop. El primero fue justo después, cuando sin parar de reír, pulsó el mando a distancia que abría las miles de puertecitas que tenía la nave para que los gatos pudiesen entrar y salir de ella. Primero salió uno de ellos, tímido, pero curioso. Luego le siguieron todos los demás.
Una lluvia de maullidos atravesó los oídos de toda la obra.
—¿Qué mierdas es eso? —preguntó su jefe mientras se tapaba los oídos.
Pop no podía contestarle, estaba llorando de la risa.
—Ahora viene lo mejor —dijo Michael French entre carcajadas.
Los miles de gatos que vivían en la nave se esparcieron por la ciudad como una lona peluda. El oficial echó a correr en vano, se tropezó con uno de los felinos, cayó al suelo, y fue aplastado por el resto. Otro motivo más para reírse.
Pero no fue hasta pasado un rato que el plan surtió efecto. Los gatos empezaron a mearse en todas las casas, calles, suelos, piscinas y demás elementos de la ciudad que hubiesen sido construidos por PiCat. Lo dejaron todo empapado. El olor a pis de gato se extendió como una neblina que lo cubría todo.
Pop, que lo observaba todo sentado encima de la nave gatuna mientras no podía parar de reírse, disfrutaba del momento. Un gato regordete apareció por detrás de él y se acurrucó en su regazo. El collar con cascabel, el color naranja y su enorme tamaño delataron al gato de su jefe, Mani. ¿Cómo habría subido él solo hasta allí? Seguía sorprendiéndole la agilidad del animal con relación a su peso.
—Tu amo me va a despedir en cuanto vea esto, amigo —lo saludó—. Pero ¿y las risas qué?
El gato se giró para quedarse con la tripa mirando hacia Pop. El alienígena lo entendió al instante y empezó a acariciarlo.
—Hay una cosa que no sabes, Pop —dijo el gato. Pop no se sorprendió de que hablase—. El amo soy yo.
—Joder, ¡un gato que habla! —dijo el muñeco que habla.
—¿Entonces eres tú el dueño de la empresa? —preguntó Pop, sin sorprenderse lo más mínimo.
—Por supuesto, tengo el noventa y nueve coma nueve por ciento de las acciones.
—¿Y lo que falta?
El gato se relamió una pata.
—No lo sé, se me han perdido.
—¿De verdad este gato gordo es un empresario importante?
Pop asintió.
—No se me había ocurrido tu idea, la verdad, me has sorprendido —continuó Mani—. Me había acomodado en mi cama ultracómoda y mi pienso infinito y me había olvidado de mi plan original de controlar el mundo. —Hizo una pausa para bostezar—. Ahora el mundo entero está bajo control gatuno, sí señor. Se acabaron los abandonos, el maltrato animal y las castraciones veterinarias. Llega el fin de la humanidad y el comienzo de la gatunidad. Vamos a mear todas las ciudades de este planeta. Ahora, acaríciame con ganas, joder.
El alienígena obedeció al gato, sin darse cuenta de la ironía de aquello. Debía ser al revés. Un gato no podía darte órdenes, ¿o sí? Se empezó a reír de nuevo. Miró al horizonte, que estaba lleno de felinos meando. Abajo, su oficial estaba aplastado entre los escombros de una obra a medias. Michael French, su mejor amigo, se reía desde su bolsillo.
Aquella había sido la primera broma graciosa de Pop Sop.